Hay historias que te atropellan.
Hay historias que pasan por encima de ti como un tren de alta velocidad, partiéndote en dos la ingenuidad con la que creías en algo. Algo. Algo grande, claro, porque son los pedazos de las grandes certezas rotas los que más cortan.
Y no estoy hablando solamente del amor.
Después del atropello, queda recoger del campo de batalla a los heridos y cargar un carro con los cuerpos de los caídos. Hay que dar sepultura a quién quisiste ser y no fuiste, ya sea tras el amor, la aspiración no alcanzada o la pérdida.
Después, toca pasar tiempo como campo yermo sobre el que pueden edificarse ciudades que no hacen ruido y cuyos muros siempre serán de papel. Y te sientes como la tierra sobre la que ha caído una bomba atómica. Destruida y radioactiva.
Pero incluso después del mayor de los atropellos (que hay quien podría creer que es la propia vida) es aplicable aquello de que “todo pasa y todo queda” a la espera de que decidamos si “lo nuestro es pasar”.
Un día te descubres sonriendo. El siguiente tienes ganas de más. Cuando quieres darte cuenta, la única herida que queda es la de haber creído a pies juntillas en algo que solo dio muestras de ser un cuento popular, más leyenda que realidad.
Y la piel se descubre tan hambrienta que solo se le puede malcriar. Y ahí estás, de nuevo, dispuesta a abrir una ventana al mar.